Esta
es la historia de Jessica. Dejaré que
ella la cuente
Me senté en la cocina, bebiendo café,
pensando en mis labores domésticas sin terminar. Los platos.
Sacudir. Ropa por lavar. La lista era interminable y, aun así, no
podía comenzar. Era demasiado para
pensar en ello. Hacerlo me parecía
imposible. Igual que mi vida, pensé.
La
fatiga, una sensación familiar, se apoderó de mí. Me dirigí a mi recámara. Antes un lujo, las siestas se habían vuelto
para mí una necesidad. Casi lo único que
podía hacer era dormir. ¿A dónde había
ido mi motivación? Yo solía tener exceso
de energía. Ahora era un esfuerzo
peinarme el cabello y aplicarme el maquillaje a diario, un esfuerzo que a
menudo no hacía.
Me
tendí en mi cama y me dormí profundamente.
Cuando desperté, mis primeros pensamientos y sentimientos eran
dolorosos. Esto tampoco era nuevo. No estaba segura de qué me lastimaba más: si
el agudo dolor que sentía porque tenía la certeza de que mi matrimonio había
terminado –se había escapado el amor, extinguido por las mentiras y por la
bebida y por las desilusiones y por los problemas económicos – ; la amarga ira
que sentía contra mi esposo –el hombre que había provocado todo esto; la
desesperación que sentía porque Dios, en quien yo había confiado, me había
traicionado permitiendo que me pasara esto; o la mezcla de miedo, desamparo y
desesperanza que se conjugaba con todas las otras emociones.
Maldición, pensé, ¿por qué tendría él
que beber? ¿Por qué no podría haberse
puesto sobrio antes? ¿Por qué tendría
que mentir? ¿Por qué no me pudo haber
amado tanto como yo a él? ¿Por qué no
dejó de beber y de mentir hace años, cuando todavía me importaba?
Nunca
tuve la intención de casarme con un alcohólico.
Mi padre lo fue. Traté de elegir
cuidadosamente a mi esposo. ¡Qué gran
elección! El problema de Frank con la
bebida se hizo aparente durante nuestra luna de miel cuando abandonó nuestra
habitación en el hotel una tarde y no regresó hasta las 6:30 de la mañana
siguiente. ¿Por qué no me di cuenta
entonces? Mirando en retrospectiva, los
síntomas eran claros. ¡Qué tonta había
sido! “Oh no, él no es alcohólico. Él no.”
Lo había defendido una y otra vez.
Había creído sus mentiras. Había
creído mis propias mentiras. ¿Por qué no
lo dejé entonces y pedí el divorcio? Por
sentimiento de culpa, por miedo, por falta de iniciativa e indecisión. Además, ya lo había dejado antes. Cuando estuvimos separados, todo lo que hice
fue sentirme deprimida, pensar en él y preocuparme por el dinero. Tonta de mí.
Miré
el reloj. Las tres menos cuarto. Los niños pronto regresarían de la
escuela. Luego vendría él, esperando que
le sirviera la cena. No hice el quehacer
hoy. Nunca hice nada. Y es su culpa, pensé: ¡ES SU CULPA!
Súbitamente,
cambié mis engranes emocionales. ¿Estaba
mi esposo realmente en el trabajo? Quizá
había salido con alguna otra mujer.
Quizá estuviera teniendo un affaire. Quizá había salido más temprano para irse a
beber. Quizá estaba en el trabajo,
causando problemas allí. Y de todos
modos, ¿cuánto duraría en este trabajo?
¿Otra semana? ¿Un mes más? Luego abandonaría el empleo o lo despedirían,
como siempre.
El
teléfono sonó, interrumpiendo mi ansiedad.
Era una vecina, una amiga mía.
Hablamos y le platiqué del día que había tenido.
“Mañana
voy a ir a Al-Anón”, me dijo. “¿No
quieres venir?”
Yo
había oído hablar de Al-Anón. Era un
grupo de personas casadas con borrachos.
Me vinieron a la mente imágenes de las “mujercitas” que acudían en
tropel a esas reuniones, aceptando la manera de beber de sus maridos,
perdonándolos y pensando en pequeñas formas de ayudarlos.
“Ya
veremos”, le mentí. “Tengo mucho
quehacer”, le expliqué, y no estaba mintiendo.
La
ira se apoderó de mí, y escasamente escuché el resto de nuestra
conversación. Desde luego que yo no
quería ir a Al-Anón. Yo ya lo había
ayudado una y otra vez. ¿Qué no había
hecho ya suficiente por él? Me sentía
furiosa ante la sugerencia de que hiciera más y de que siguiera dando a este
saco sin fondo de necesidades insatisfechas que llamamos matrimonio. Estaba harta de cargar con todo el peso y de
sentirme responsable por el éxito o fracaso de nuestra relación. Es su problema, murmuré en silencio. Que encuentre él la solución. Déjenme fuera de esto. No me pidan una sola cosa más. Que tan sólo mejore él, y yo me sentiré
mejor.
Después
de colgar el teléfono, me metí a la cocina a preparar la cena. De cualquier modo, no soy yo quien necesita
ayuda, pensé. Yo no he bebido, ni he
usado drogas, ni he perdido empleos, ni he mentido para engañar a mis seres
queridos. He mantenido unida a esta familia
a toda costa. He pagado cuentas, he
administrado un hogar con un presupuesto raquítico, he estado ahí en cualquier
emergencia (y, casada con un alcohólico, ha habido muchas emergencias), he
pasado la mayoría de las malas épocas sola, y me he preocupado hasta
enfermarme. No, he decidido que no soy
yo la irresponsable. Al contrario, he
sido responsable de todo y por todos. Yo
no estoy mal. Sólo necesito empezar,
empezar con mis labores cotidianas. No
necesito reuniones para hacerlo.
Simplemente me sentiría culpable si saliera cuanto tengo tanto quehacer
atrasado en casa. Dios sabe que no
necesito más sentimientos de culpa.
Mañana me levantaré y me mantendré ocupada. Las cosas mejorarán mañana.
Cuando
llegaron los niños, me encontré gritándoles.
Eso no les sorprendió a ellos ni a mí.
Mi esposo era buena onda, el bueno del cuento. Yo era la bruja. Traté de ser complaciente, pero me costaba
mucho trabajo. La ira siempre se
encontraba bajo la superficie. Durante
tanto tiempo había tolerado tanto… Ya no
era capaz ni estaba dispuesta a tolerar nada.
Siempre estaba a la defensiva, y me sentía como si de alguna manera
estuviera luchando por mi vida. Después
sabría que así era.
Para cuando mi esposo llegó a casa, había hecho un
esfuerzo sin interés en preparar la cena.
Comimos casi sin hablar.
“Tuve un buen día”, dijo Frank.
¿Qué significa eso?, pensé. ¿Qué es lo que hiciste en realidad? ¿De veras llegaste siquiera al trabajo? Y lo que es más, ¿a quién le importa?
“Qué bueno”, le contesté.
“¿Cómo
te fue a ti?”, me preguntó.
¿Cómo
demonios crees que me fue?, murmuré en silencio. Después de todo lo que me has hecho, ¿cómo
esperas que me vaya? Le eché una mirada
de pistola, forcé una sonrisa y le dije, “me fue bien. Gracias por preguntarme”.
Frank
me miró. Había escuchado lo que yo no
había dicho, más de lo que sí había dicho.
Sabía que no debía decir nada más;
yo también. Siempre estábamos a
un paso de una violenta discusión, a un recuento de ofensas pasadas y a gritos
amenazadores de divorcio. Solíamos
embarcarnos en discusiones, pero nos llegaron a hartar. De modo que ahora reñíamos en silencio.
Los
niños interrumpieron nuestro hostil silencio.
Nuestro hijo dijo que quería ir a un parque que se encontraba a varias
calles de distancia. Le dije que no, que
no quería que fuera sin su padre o sin mí.
Empezó a sollozar y a decir que quería ir, que iría, que yo nunca lo
dejaba hacer nada. Le grité que no iba y
punto. Me gritaba suplicándome: “déjame
ir, a todos los otros chicos los dejan ir”.
Como siempre, me retracté. Muy
bien, ve, pero ten cuidado, le advertí.
Me sentí como si hubiera perdido.
Siempre sentía que perdía con mis hijos y con mi esposo. Nadie me escuchaba; nadie me tomaba en serio.
Yo no me tomaba en serio.
Después
de cenar, me puse a lavar los platos mientras mi esposo miraba la televisión. Como siempre, yo trabajo y tú te
diviertes. Yo me preocupo y tú
descansas. A mí me importa lo que pasa y
a ti no. Tú te sientes bien; yo
sufro. Maldito seas. Caminé por la sala varias veces, bloqueando a
propósito la imagen de la televisión y enviándole secretamente miradas de
odio. Me ignoraba. Cansada de esto, desfilé hacia la sala,
suspiré y dije que saldría a podar el pasto.
En realidad eso es tarea de hombres, le dije, pero creo que lo tendré
que hacer yo. Él dijo que lo haría más
tarde. Le dije que nunca llegaba ese más
tarde, que no podía esperar, que ya me daba vergüenza ese pasto, olvídalo, ya
estoy acostumbrada a hacerlo todo, y haré eso también. Él dijo está bien, lo olvidaré. Me salí en un arrebato y caminé por el pasto.
Cansada
como estaba, me retiré temprano a la cama.
Dormir a un lado de mi esposo se había vuelto tan incómodo como nuestra
vida durante la vigilia. Podíamos, o
bien permanecer callados, cada uno enroscándose en una orilla de la cama para
estar lo más separados posible, o bien él intentando –como si todo estuviera
bien– hacer el amor conmigo. Cualquiera
de las dos cosas me causaba tensión. Si
nos dábamos la espalda uno al otro, yo permanecía ahí confundida,
desesperada. Si trataba de tocarme, me
helaba. ¿Cómo podía esperar que quisiera
hacer el amor con él? Generalmente lo
apartaba de mí con un cortante “no, estoy muy cansada”. A veces accedía. De vez en cuando lo hacía porque se me
antojaba. Pero, por regla general, si
tenía vida sexual con él era porque me sentía obligada a hacerme cargo de sus
necesidades sexuales y me sentía culpable si no lo hacía. De cualquier manera, el sexo era
insatisfactorio tanto emocional como psicológicamente para mí. Pero, me decía a mi misma, no me
importa. De veras, no me interesa. Ya hacía mucho tiempo que había dado
carpetazo a mis deseos sexuales. Hacía
mucho tiempo que había reprimido mi necesidad de dar y de recibir amor. Había congelado esa parte de mí misma que
sentía. Lo había tenido que hacer para
sobrevivir.
¡Había
esperado tanto de este matrimonio!
¡Tenía tantos sueños para nosotros dos!
Ninguno de ellos se había vuelto realidad. Había sido engañada, traicionada. Mi hogar y mi familia –el lugar y las
personas que debían haber sido cálidos, un refugio, un consuelo, un abrigo de
amor– se habían vuelto una trampa. Y no
podía encontrar la salida. Tal vez, me
decía constantemente a mí misma, esto se mejorará. Después de todo, él tiene la culpa de los
problemas. Es un alcohólico. Cuando se alivie, nuestro matrimonio
mejorará.
Pero,
estaba yo empezando a elucubrar: ha estado sobrio y accediendo a las juntas de
Alcohólicos Anónimos durante seis meses.
Estaba mejorando. Yo no. ¿Era realmente suficiente su recuperación
para hacerme feliz? Hasta ahora, su sobriedad
no parecía estar provocando ningún cambio en la manera como yo me sentía, que
era, a los 32 años, totalmente seca, usada y quebradiza. ¿Qué le había pasado a nuestro amor? ¿Qué me había pasado a mí?
Un
mes después comencé a sospechar lo que pronto sabría que era la verdad. Para entonces, el único cambio que se había
dado era que yo me sentía peor. Mi vida
estaba varada, quería que se acabara. No
tenía esperanzas de que las cosas mejoraran; ni siquiera sabía qué era lo que
estaba mal. Mi vida no tenía ningún
propósito, salvo el de cuidar de otras personas, y eso tampoco lo estaba
haciendo bien. Estaba anclada en el
pasado y aterrorizada del futuro. Dios
parecía haberme abandonado. Me sentía
culpable todo el tiempo y pensaba si no estaría volviéndome loca. Algo espantoso, algo que no podía explicar
había ocurrido. Algo que había arruinado
mi vida. De alguna manera, yo había sido
afectada por su forma de beber, y las maneras en las que yo había sido afectada
se habían vuelto mis problemas. Ya no importaba de quién era la culpa.
Yo
había perdido el control.
Conocí a Jessica en esta etapa de su
vida. Ella estaba a punto de aprender
tres ideas fundamentales:
1)
Que
no estaba loca: era codependiente. El
alcoholismo y otros trastornos compulsivos son verdaderas enfermedades
familiares. La manera en que la
enfermedad afecta a otros miembros de la familia se llama codependencia.
2)
Que
una vez que han sido afectados –una vez que está se asienta– la codependencia
cobra vida propia. Es similar a pescar
pulmonía o a tomar algún hábito destructivo.
Una vez que te hiciste de él, ya lo hiciste.
3)
Si
deseas deshacerte de ella, eres tú
quien tiene que hacer algo para lograr que se vaya. No importa de quién sea la culpa. Tu codependencia se convierte en un problema
tuyo y resolver tus problemas es tu responsabilidad.
Del libro
YA NO SEAS CODEPENDIENTE
Melody Beattie