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martes, 26 de marzo de 2013

Prevencion en Colonia de Vacaciones

 El 21 de Enero invitados por la Municipalidad de San Luis ofrecimos una charla en la Colonia de Vacaciones del mismo.
Fue de  nuestro agrado el interes que demostraron los pibes con respecto al tema de como son observadas por ellos el uso que se hace de las diferentes sustancias.




FEDERICO... UNA DECISION

 Debemos ser sinceros y reconocer que con todas las cosas que nos demanda nuestra actividad hemos olvidado cargar en nuestro blogs el alta de Federico que la festejamos en diciembre del año pasado.
Federico le puso mucho, se comprometio y opto por un camino hacia la vida.

Gracias Fede.




Emocion y alegria al recibir su diploma.


Hay  equipo



La  Familia, indispensable.

................. y  la torta.

Cristian - Primer Alta de Regreso a Casa


El pasado 13 de abril tuvimos la inmensa alegria de otorgar la primer alta en nuestra casa.
Un pasaje biblico dice que en el cielo hay mas alegria por un pecador que se salva que por cien que no necesitan de esa salvación.
Efectivamente haber colaborado para que Cristian haya podido superar toda la angustia de este padecimiento y haber transitado durante estos catorce meses junto a él nos fortifica y hace crecer nuestro compromiso.
Cristian  relatandonos lo que fué su vida.

Recibiendo su diploma de alta

Compañeros, parte del equipo terapeutico y titiriteros

En pleno show de Titeresa, gracias por la participación


sábado, 23 de marzo de 2013

ECOGER MI VIDA III


La vida prefabricada
 El proceso  vital, si sigue un desarrollo normal, procede de la vida  prefabricada al bricolage personal. De la vida diseñada desde fuera a la creatividad personal que va dejando la huella cada vez más honda de la individualidad única, irrepetible e insustituible que somos. La vida se nos da escogida; no sólo genéticamente orientada, sino a veces directa y explícitamente prefabricada. En psicología, los ecos de Watson y Skinner, «fabricadores de vidas y conductas vitales», tienen todavía una impronta demasiado intensa, sobre todo en la psicología oficial académica.  Se encarga un niño, y al nacer se le encarrila en una «vida», se le programa una educación, se le orienta estrechamente hacia determinadas metas, se le amaestra para que responda
adecuadamente a la cultura, y se le premia o castiga en función de los valores de los que orientan su vida. No es que todo esto esté mal. Se trata de un andamiaje provisionalmente necesario o, sencillamente, útil, que ayudará  en los primeros pasos del niño o en el acontecimiento  adolescente. Tal vez, como ocurre en más de la mitad de la humanidad, desde otra perspectiva tercermundista al niño que nace se le condena a sobrevivir en una marginación que  otros le han fabricado con los desperdicios de su bienestar.  Se le condena a vivir una vida que otros han tirado al basurero.





Quién decide «mi» vida?  

CONSUMO/PUBLICIDAD
 No sólo hablamos de una cierta  dirección genética o del aprendizaje familiar o social. Nuestra  vida está programada desde muchas instancias que van,  desde lo económico,  a lo más sutilmente cultural.  Nuestra vida  está decidida desde el mercado; la sociedad de consumo  quiere saber, no quiénes somos, sino qué vamos a consumir,  el dinero de que vamos a disponer, y nos va a motivar y  programar en ese sentido;  al final sólo seré un consumidor  cuantificable, numéricamente identificable. Desde la política  de intereses partidistas, soy y seré un elector, y probablemente sólo interesaré como elector (en caso, claro está, de democracia; en el resto de la humanidad manipulada y oprimida por dictaduras, seré mano de obra barata o excedente humano inservible).
La publicidad, al condensar conductas y teledirigirlas, decide qué intereses voy a tener, hacia dónde voy a dirigir  mis gustos. De la misma manera que la moda decide cómo voy a vestir, la cultura decide cómo voy a pensar, valorar,  aprender a esquivar la vida. La subcultura grupal, familiar, el apellido o el estatus van a decidir casi todo el resto.
Verdaderamente, queda muy poco a la libertad del individuo; queda poco donde escoger.
La empresa, las instituciones de diferentes tipos, la religión, con su moral, tienen -es verdad- una palabra que  decir, pero al ideologizarse pueden suplantar mi responsabilidad vital en función de intereses respetables, pero no del todo respetuosos de la libertad del individuo.
Los roles sociales tienen también un peso importantísimo en la planificación de mi vida. Es cierto que para funcionar ágilmente en grupo, en sociedad, necesitamos roles, pero a veces el consenso social que los normativiza se me impone férreamente. Con el fin de hacernos previsibles, de darnos una existencia sin sobresaltos, se nos restan las posibilidades de creatividad personal, se nos dificulta el ser personas dentro de esos roles, rostros detrás de esas máscaras.
La familia también nos maneja para evitar que nos manipulen, pero la dependencia aprendida en la familia de una manera estricta producirá más tarde los frutos no deseables de acomodación y dependencia que nos permiten cambiar de amo, pero no ser verdaderamente libres. El hombre, la mujer, dimite de su vida diluyéndose en una sociedad enferma. Dejándose llevar por las diferentes corrientes que nos deciden desde fuera, incluso bajo el pretexto de hacernos un bien.
Preguntarse por quién decide mi vida es interrogarse por el locus of control. En la respuesta, forzosamente compleja, no podemos pasar por alto las fuerzas que influyen en mi decisión o decisiones desde eso que llamamos inconsciente.
La tarea de construir un yo, tarea para toda la vida y de toda vida, es la extensión de la consciencia. Rescatar lo que soy y quiero eficazmente ser desde mi realidad nebulosa. La consciencia me permite escoger. Me permitirá ser quien soy, ser quien quiero ser.
Esta tarea conlleva un diálogo con la realidad. Mi vida no es un acontecimiento individual, aislado, interior, sino una encrucijada social, un diálogo con la realidad: un barullo y un silencio.
Las amenazas contra la libre elección de mi propia vida, entre otras muchas, son el autoritarismo y la permisividad. El autoritarismo es la eficacia invasora de un poder decisorio que me manipula desde fuera. La permisividad, el «laissez- faire», me hurta modelos de referencia que necesito para poder escoger y me abandona al zarandeo de todo viento cambiante. El autoritarismo me suplanta; es el otro quien, decidiendo en mí, me señala quién debo ser. La permisividad total me desorienta, disfrazada de confianza en mis propios recursos. El autoritarismo me mete en el molde de su retrato-robot; la permisividad me dice que no importa quién sea, que da lo mismo ser uno u otro. En los dos casos, no tengo yo el timón de mi propia vida.
Se trata, como vemos, de un difícil equilibrio: a quién o a qué doy poder para decidir mi vida. La respuesta sana sería: «admitiendo muchas fuerzas que me influyen, reservarme el campo de la decisión a mí mismo. No se trata de decidir ni con dependencias que me suplantan ni con contra-dependencias  que me permiten sólo elegir aquello que agrede al poder o a la autoridad en mi vida». Es verdad que existen muchas fuerzas -no hay campos neutrales y benevolentes- personales, institucionales, pero la capacidad de decidir, de escoger mi propia vida, debería madurar en mí a través de recursos personales, ayudado por una educación sana. La dificultad está muchas veces en decidir «en contra» de personas significativas. Nos atenaza el miedo a la libertad, el miedo a frustrar las expectativas de esas personas o la desconfianza en nosotros mismos, que no nos permite  aventuramos en proyectos de vida distintos de los que esas personas significativas piensan para nosotros.




jueves, 14 de marzo de 2013


Un poco de historia - consumo y sociedd



MARCO CULTURAL

Pero una droga no es sólo cierto compuesto con propiedades farmacológicas determinadas, sino algo que puede recibir cualidades de otro tipo. En el Perú de los incas, las hojas de coca eran un sí mbolo del Inca, reservado exclusivamente a la corte, que podí a otorgarse como premio al siervo digno por alguna razón. En la Roma preimperial el libre uso del vino estaba reservado a los varones mayores de treinta años, y la costumbre admití a ejecutar a cualquier mujer u hombre joven descubierto en las proximidades de una bodega. En Rusia beber café fue durante medio siglo un crimen castigado con tortura y mutilación de las orejas. Fumar tabaco se condenó con excomunión entre los católicos, y con desmembramiento en Turquía y Persia. Hasta la hierba mate que hoy beben en infusión los gauchos de la Pampa fue considerada brebaje diabólico, y sólo las misiones jesuitas del Paraguay –dedicadas al cultivo comercial de estos árboles- lograron convencer al mundo cristiano de que sus semillas no habí an sido llevadas a América por Satán sino por santo Tomás, el más desconfiado de los primeros Apóstoles.




Naturalmente, los valores mantenidos por cada sociedad influyen en las ideas que se forman sobre las drogas. Durante la Edad Media europea, por ejemplo, los remedios favoritos eran momia pulverizada de Egipto y agua bendita, mientras hacia esos años las culturas
centroamericanas consideraban vehí culos divinos el peyote, la ayahuasca, el ololiuhqui y el teonanácatl, plantas de gran potencia visionaria que los primeros misioneros denunciaron como sucedáneos perversos de la Eucaristí a. En general, puede decirse que los monoteí smos no han
dudado a la hora de entrar en la dieta –farmacológica o alimenticia- de sus fieles, y que el paganismo nunca irrumpió en esta esfera.
Sin embargo, el influjo que ejerce la aceptación o rechazo de una droga sobre el modo de consumirla puede ser tan decisivo como sus propiedades farmacológicas. Así , mientras el café estuvo prohibido en Rusia resultaba frecuente que los usuarios lo bebieran por litros y entrasen en estados de gran excitación, lo cual hacía pensar a las autoridades que esa droga creaba un ansia irreprimible. Todaví a más claro es el caso del opio en India y China durante el siglo XIX, pues un consumo muy superior por cabeza-año entre los indios (donde no estaba prohibido) produjo un número incomparablemente inferior de usuarios abusivos que entre los chinos (donde estaba castigado con pena de muerte). Ya en nuestro siglo, la influencia del régimen legal sobre el tipo de usuario y el tipo de administración se observa en el caso de la heroí na; antes de empezar a controlarse (en 1925) era consumida de modo regular por personas de clase acomodada, casi siempre activas laboralmente, con una media de edad superior a la cincuentena y ajenas por completo a incidencias delictivas. Una década después empieza a ser consumida de modo regular por un grupo más joven, desarraigado socialmente, hostil al trabajo y responsablede la mayoría de los crímenes.
De la mano con el carácter legal o ilegal suele ir el hecho de que muchas drogas psicoactivas se ligan a sectores determinados, obteniendo con eso una impronta u otra. Vemos así que la cocaí na simboliza una droga de opulentos o aspirantes a ella mientras que la LSD
simbolizó cierto paganismo preocupado por el retorno de la naturaleza, las anfetaminas fueron consumidas ante todo por amas de casa poco motivadas, y el crack escenifica hoy la amargura de los americanos más pobres.


Conocer la secuencia temporal de las reacciones ayuda, por eso, a no confundir causas con efectos. Antes de que fuera abolida la esclavitud, en Estados Unidos no había recelos sobre el opio, que aparecieron cuando una masiva inmigración de chinos –destinada a suplir la mano
de obra negra- empezó a incomodar a los sindicatos. Fue también un temor a los inmigrantes, en este caso irlandeses y judí os fundamentalmente, lo que precipitó una condena del alcohol por la Ley Seca. Hacia esas fechas preocupaban mucho las reivindicaciones políticas de la población
negra del Sur, y la cocaína –que había sido el origen de la Coca-Cola- acabó simbolizando una droga de negros degenerados. Veinte años después sería mano de obra mexicana, llegada poco antes de la Gran Depresión, lo que sugirió prohibir también la marihuana.
Desde luego, el opio, el alcohol, la cocaína y la marihuana pueden ser sustancias poco recomendables. Pero es preciso tener cuidado al identificarlas, sin más, con grupos sociales y razas. Ligando el opio a los chinos se olvida que el opio es un invento del Mediterráneo; ligando
negros y cocaína prescindimos de que esa droga fue descubierta y promocionada inicialmente en Europa; ligando mexicanos a marihuana pasamos por alto que la planta fue llevada a América por los colonizadores, tras milenios de uso en Asia y África.
Por consiguiente, junto a la química está el ceremonial, y junto al ceremonial las circunstancias que caracterizan a cada territorio en cada momento de su historia. El uso de drogas depende de lo que química y biológicamente ofrecen, y también de lo que representan como pretextos para minorías y mayorías. Son substancias determinadas, pero las pautas de administración dependen enormemente de lo que piensa sobre ellas cada tiempo y lugar. En concreto, las condiciones de acceso a su consumo son al menos tan decisivas como lo consumido.

miércoles, 6 de marzo de 2013

CODEPENDENCIA .........



Esta es la historia de Jessica.  Dejaré que ella la cuente





Me senté en la cocina, bebiendo café, pensando en mis labores domésticas sin terminar.  Los platos.  Sacudir.  Ropa por lavar.  La lista era interminable y, aun así, no podía comenzar.  Era demasiado para pensar en ello.  Hacerlo me parecía imposible.  Igual que mi vida, pensé.
            La fatiga, una sensación familiar, se apoderó de mí.  Me dirigí a mi recámara.  Antes un lujo, las siestas se habían vuelto para mí una necesidad.  Casi lo único que podía hacer era dormir.  ¿A dónde había ido mi motivación?  Yo solía tener exceso de energía.  Ahora era un esfuerzo peinarme el cabello y aplicarme el maquillaje a diario, un esfuerzo que a menudo no hacía.
            Me tendí en mi cama y me dormí profundamente.  Cuando desperté, mis primeros pensamientos y sentimientos eran dolorosos.  Esto tampoco era nuevo.  No estaba segura de qué me lastimaba más: si el agudo dolor que sentía porque tenía la certeza de que mi matrimonio había terminado –se había escapado el amor, extinguido por las mentiras y por la bebida y por las desilusiones y por los problemas económicos – ; la amarga ira que sentía contra mi esposo –el hombre que había provocado todo esto; la desesperación que sentía porque Dios, en quien yo había confiado, me había traicionado permitiendo que me pasara esto; o la mezcla de miedo, desamparo y desesperanza que se conjugaba con todas las otras emociones.
            Maldición, pensé, ¿por qué tendría él que beber?  ¿Por qué no podría haberse puesto sobrio antes?  ¿Por qué tendría que mentir?  ¿Por qué no me pudo haber amado tanto como yo a él?  ¿Por qué no dejó de beber y de mentir hace años, cuando todavía me importaba?
            Nunca tuve la intención de casarme con un alcohólico.  Mi padre lo fue.  Traté de elegir cuidadosamente a mi esposo.  ¡Qué gran elección!  El problema de Frank con la bebida se hizo aparente durante nuestra luna de miel cuando abandonó nuestra habitación en el hotel una tarde y no regresó hasta las 6:30 de la mañana siguiente.  ¿Por qué no me di cuenta entonces?  Mirando en retrospectiva, los síntomas eran claros.  ¡Qué tonta había sido!  “Oh no, él no es alcohólico.  Él no.”  Lo había defendido una y otra vez.  Había creído sus mentiras.  Había creído mis propias mentiras.  ¿Por qué no lo dejé entonces y pedí el divorcio?  Por sentimiento de culpa, por miedo, por falta de iniciativa e indecisión.  Además, ya lo había dejado antes.  Cuando estuvimos separados, todo lo que hice fue sentirme deprimida, pensar en él y preocuparme por el dinero.  Tonta de mí.    
            Miré el reloj.  Las tres menos cuarto.  Los niños pronto regresarían de la escuela.  Luego vendría él, esperando que le sirviera la cena.  No hice el quehacer hoy.  Nunca hice nada.  Y es su culpa, pensé: ¡ES SU CULPA!
            Súbitamente, cambié mis engranes emocionales.  ¿Estaba mi esposo realmente en el trabajo?  Quizá había salido con alguna otra mujer.  Quizá estuviera teniendo un affaire.  Quizá había salido más temprano para irse a beber.  Quizá estaba en el trabajo, causando problemas allí.  Y de todos modos, ¿cuánto duraría en este trabajo?  ¿Otra semana?  ¿Un mes más?  Luego abandonaría el empleo o lo despedirían, como siempre.        
            El teléfono sonó, interrumpiendo mi ansiedad.  Era una vecina, una amiga mía.  Hablamos y le platiqué del día que había tenido.
            “Mañana voy a ir a Al-Anón”, me dijo.  “¿No quieres venir?” 
            Yo había oído hablar de Al-Anón.  Era un grupo de personas casadas con borrachos.  Me vinieron a la mente imágenes de las “mujercitas” que acudían en tropel a esas reuniones, aceptando la manera de beber de sus maridos, perdonándolos y pensando en pequeñas formas de ayudarlos.
            “Ya veremos”, le mentí.  “Tengo mucho quehacer”, le expliqué, y no estaba mintiendo.
            La ira se apoderó de mí, y escasamente escuché el resto de nuestra conversación.  Desde luego que yo no quería ir a Al-Anón.  Yo ya lo había ayudado una y otra vez.  ¿Qué no había hecho ya suficiente por él?  Me sentía furiosa ante la sugerencia de que hiciera más y de que siguiera dando a este saco sin fondo de necesidades insatisfechas que llamamos matrimonio.  Estaba harta de cargar con todo el peso y de sentirme responsable por el éxito o fracaso de nuestra relación.  Es su problema, murmuré en silencio.  Que encuentre él la solución.  Déjenme fuera de esto.  No me pidan una sola cosa más.  Que tan sólo mejore él, y yo me sentiré mejor.
            Después de colgar el teléfono, me metí a la cocina a preparar la cena.  De cualquier modo, no soy yo quien necesita ayuda, pensé.  Yo no he bebido, ni he usado drogas, ni he perdido empleos, ni he mentido para engañar a mis seres queridos.  He mantenido unida a esta familia a toda costa.  He pagado cuentas, he administrado un hogar con un presupuesto raquítico, he estado ahí en cualquier emergencia (y, casada con un alcohólico, ha habido muchas emergencias), he pasado la mayoría de las malas épocas sola, y me he preocupado hasta enfermarme.  No, he decidido que no soy yo la irresponsable.  Al contrario, he sido responsable de todo y por todos.  Yo no estoy mal.  Sólo necesito empezar, empezar con mis labores cotidianas.  No necesito reuniones para hacerlo.  Simplemente me sentiría culpable si saliera cuanto tengo tanto quehacer atrasado en casa.  Dios sabe que no necesito más sentimientos de culpa.  Mañana me levantaré y me mantendré ocupada.  Las cosas mejorarán mañana.
 
            Cuando llegaron los niños, me encontré gritándoles.  Eso no les sorprendió a ellos ni a mí.  Mi esposo era buena onda, el bueno del cuento.  Yo era la bruja.  Traté de ser complaciente, pero me costaba mucho trabajo.  La ira siempre se encontraba bajo la superficie.  Durante tanto tiempo había tolerado tanto…  Ya no era capaz ni estaba dispuesta a tolerar nada.  Siempre estaba a la defensiva, y me sentía como si de alguna manera estuviera luchando por mi vida.  Después sabría que así era.
            Para cuando mi esposo llegó a casa, había hecho un esfuerzo sin interés en preparar la cena.  Comimos casi sin hablar.
            “Tuve un buen día”, dijo Frank.
            ¿Qué significa eso?, pensé.  ¿Qué es lo que hiciste en realidad?  ¿De veras llegaste siquiera al trabajo?  Y lo que es más, ¿a quién le importa?
            “Qué bueno”, le contesté.
            “¿Cómo te fue a ti?”, me preguntó.
            ¿Cómo demonios crees que me fue?, murmuré en silencio.  Después de todo lo que me has hecho, ¿cómo esperas que me vaya?  Le eché una mirada de pistola, forcé una sonrisa y le dije, “me fue bien.  Gracias por preguntarme”.
            Frank me miró.  Había escuchado lo que yo no había dicho, más de lo que sí había dicho.  Sabía que no debía decir nada más;  yo también.  Siempre estábamos a un paso de una violenta discusión, a un recuento de ofensas pasadas y a gritos amenazadores de divorcio.  Solíamos embarcarnos en discusiones, pero nos llegaron a hartar.  De modo que ahora reñíamos en silencio.
            Los niños interrumpieron nuestro hostil silencio.  Nuestro hijo dijo que quería ir a un parque que se encontraba a varias calles de distancia.  Le dije que no, que no quería que fuera sin su padre o sin mí.  Empezó a sollozar y a decir que quería ir, que iría, que yo nunca lo dejaba hacer nada.  Le grité que no iba y punto.  Me gritaba suplicándome: “déjame ir, a todos los otros chicos los dejan ir”.  Como siempre, me retracté.  Muy bien, ve, pero ten cuidado, le advertí.  Me sentí como si hubiera perdido.  Siempre sentía que perdía con mis hijos y con mi esposo.  Nadie me escuchaba; nadie me tomaba en serio.
            Yo no me tomaba en serio.
            Después de cenar, me puse a lavar los platos mientras mi esposo miraba la televisión.  Como siempre, yo trabajo y tú te diviertes.  Yo me preocupo y tú descansas.  A mí me importa lo que pasa y a ti no.  Tú te sientes bien; yo sufro.  Maldito seas.  Caminé por la sala varias veces, bloqueando a propósito la imagen de la televisión y enviándole secretamente miradas de odio.  Me ignoraba.  Cansada de esto, desfilé hacia la sala, suspiré y dije que saldría a podar el pasto.  En realidad eso es tarea de hombres, le dije, pero creo que lo tendré que hacer yo.  Él dijo que lo haría más tarde.  Le dije que nunca llegaba ese más tarde, que no podía esperar, que ya me daba vergüenza ese pasto, olvídalo, ya estoy acostumbrada a hacerlo todo, y haré eso también.  Él dijo está bien, lo olvidaré.  Me salí en un arrebato y caminé por el pasto.
            Cansada como estaba, me retiré temprano a la cama.  Dormir a un lado de mi esposo se había vuelto tan incómodo como nuestra vida durante la vigilia.  Podíamos, o bien permanecer callados, cada uno enroscándose en una orilla de la cama para estar lo más separados posible, o bien él intentando –como si todo estuviera bien– hacer el amor conmigo.  Cualquiera de las dos cosas me causaba tensión.  Si nos dábamos la espalda uno al otro, yo permanecía ahí confundida, desesperada.  Si trataba de tocarme, me helaba.  ¿Cómo podía esperar que quisiera hacer el amor con él?  Generalmente lo apartaba de mí con un cortante “no, estoy muy cansada”.  A veces accedía.  De vez en cuando lo hacía porque se me antojaba.  Pero, por regla general, si tenía vida sexual con él era porque me sentía obligada a hacerme cargo de sus necesidades sexuales y me sentía culpable si no lo hacía.  De cualquier manera, el sexo era insatisfactorio tanto emocional como psicológicamente para mí.  Pero, me decía a mi misma, no me importa.  De veras, no me interesa.  Ya hacía mucho tiempo que había dado carpetazo a mis deseos sexuales.  Hacía mucho tiempo que había reprimido mi necesidad de dar y de recibir amor.  Había congelado esa parte de mí misma que sentía.  Lo había tenido que hacer para sobrevivir.
            ¡Había esperado tanto de este matrimonio!  ¡Tenía tantos sueños para nosotros dos!  Ninguno de ellos se había vuelto realidad.  Había sido engañada, traicionada.  Mi hogar y mi familia –el lugar y las personas que debían haber sido cálidos, un refugio, un consuelo, un abrigo de amor– se habían vuelto una trampa.  Y no podía encontrar la salida.  Tal vez, me decía constantemente a mí misma, esto se mejorará.  Después de todo, él tiene la culpa de los problemas.  Es un alcohólico.  Cuando se alivie, nuestro matrimonio mejorará.
            Pero, estaba yo empezando a elucubrar: ha estado sobrio y accediendo a las juntas de Alcohólicos Anónimos durante seis meses.  Estaba mejorando.  Yo no.  ¿Era realmente suficiente su recuperación para hacerme feliz?  Hasta ahora, su sobriedad no parecía estar provocando ningún cambio en la manera como yo me sentía, que era, a los 32 años, totalmente seca, usada y quebradiza.  ¿Qué le había pasado a nuestro amor?  ¿Qué me había pasado a mí?
            Un mes después comencé a sospechar lo que pronto sabría que era la verdad.  Para entonces, el único cambio que se había dado era que yo me sentía peor.  Mi vida estaba varada, quería que se acabara.  No tenía esperanzas de que las cosas mejoraran; ni siquiera sabía qué era lo que estaba mal.  Mi vida no tenía ningún propósito, salvo el de cuidar de otras personas, y eso tampoco lo estaba haciendo bien.  Estaba anclada en el pasado y aterrorizada del futuro.  Dios parecía haberme abandonado.  Me sentía culpable todo el tiempo y pensaba si no estaría volviéndome loca.  Algo espantoso, algo que no podía explicar había ocurrido.  Algo que había arruinado mi vida.  De alguna manera, yo había sido afectada por su forma de beber, y las maneras en las que yo había sido afectada se habían vuelto mis problemas.  Ya no importaba de quién era la culpa.
            Yo había perdido el control.


 

            Conocí a Jessica en esta etapa de su vida.  Ella estaba a punto de aprender tres ideas fundamentales:
1)  Que no estaba loca: era codependiente.  El alcoholismo y otros trastornos compulsivos son verdaderas enfermedades familiares.  La manera en que la enfermedad afecta a otros miembros de la familia se llama codependencia.
2)  Que una vez que han sido afectados –una vez que está se asienta– la codependencia cobra vida propia.  Es similar a pescar pulmonía o a tomar algún hábito destructivo.  Una vez que te hiciste de él, ya lo hiciste.
3)  Si deseas deshacerte de ella, eres quien tiene que hacer algo para lograr que se vaya.  No importa de quién sea la culpa.  Tu codependencia se convierte en un problema tuyo y resolver tus problemas es tu responsabilidad.


Del  libro
YA NO SEAS CODEPENDIENTE

Melody Beattie